Bowie, Beck, Iggy Pop, Leonard Cohen, Flea de los Chilli Peppers y Michael Stipe de R.E.M. celebraron con los más altos calificativos la música de Marvin Pontiac, hijo de un africano musulmán y una judía norteamericana que, tras una vida de injusticias legendarias, suicidios célebres y silencios monásticos, consiguió un tardío pero justificado reconocimiento. ¿Pero cuál es la verdad detrás de la leyenda?
Primero la leyenda: Marvin Pontiac (nacido Marvin Touré) nació en Detroit en 1932, hijo de un africano musulmán oriundo de Mali y de madre judeo-norteamericana. El padre se cambió el apellido a Pontiac pensando que así tendría más suerte en la Ciudad del Automóvil, pero a los dos años de nacer, Marvin supo que su suerte no iba a cambiar y abandonó a su esposa e hijo. Cuando la madre de Marvin fue internada en un hospicio, el padre apareció de la nada y se llevó al pequeño a Bamako, la capital de Mali, donde Marvin permaneció hasta los quince años. Poco se sabe de él durante esa década. Tampoco se sabe cómo volvió a los Estados Unidos, pero la siguiente noticia nos presenta al adolescente Marvin tocando blues en su armónica en los bares de Maxwell Street en Chicago, donde es acusado de plagio por Little Walter y derrotado en una pelea a puñetazos, que humilla de tal manera a Pontiac (Little Walter medía menos de un metro cincuenta) que se traslada a Lubbock, Texas, y consigue trabajo como ayudante de un plomero que era también ladrón de bancos.
En 1952 tuvo un fugaz suceso con su canción “I’m a Doggy” (prohibida en la radio por la controvertida frase “Soy un perro, apesto cuando me mojo”) y la hermosa balada “Pankakes”, melodía en la que se basó poco después el himno nacional de Nigeria. Pontiac intentó sin éxito en los tribunales cobrar las regalías africanas por dicha canción; los gastos legales y los turbios manejos de su compañía discográfica (Acorn Records) lo dejaron sin un cobre y con una desconfianza de por vida hacia la industria del disco. Siguió tocando sus canciones en el descuidado jardín delante de su cabaña de Slidell (Louisiana), adonde le llegó la noticia de que Jackson Pollock sólo era capaz de pintar cuando escuchaba su música, pero ni así aceptó volver a grabar.
Nada se sabe de su opinión sobre la obra de Pollock ni de la influencia que pudo haber tenido en el suicidio del pintor la negativa de Marvin a editar nuevas canciones, pero sí se sabe que, en 1970, Pontiac convocó a una conferencia de prensa y, vestido con turbante y túnica blanca, declaró que había sido abducido por los mismos seres extraterrestres que llevaron a su madre a la insania, y que planeaba dedicar el resto de su vida a componer canciones para esos esquivos alienígenas que, al parecer, no volvieron a contactarse con él. Aun así, acompañado de su guitarra acústica y de su único camarada, un vecino ciego llamado Roger Marris, que grabó a escondidas y conservó para la posteridad aquellas melodías, Pontiac tuvo una fiebre creativa durante la cual compuso sus mejores canciones (“Runnin’ Around”, “Bring Me Rocks”, “Arms & Legs” y “No Kids”, entre ellas) en un estilo que fusiona entonaciones africanas con el lamento del blues, climas entre obsesivos e infantiles con estallidos de alegría que podrían definirse como psico-funky y letras decididamente peculiares, por no decir que rozan la más perfecta imbecilidad (el estribillo “Aluminum! Aluminum!” repetido hasta el infinito es una muestra fiel).
En 1972, Marvin Pontiac fue internado en un hospicio por circular desnudo montado en su bicicleta por las calles de Slidell. Varios estudiosos del blues intentaron entrevistarlo en la institución psiquiátrica, pero Marvin sólo aceptaba hablar de su madre y los extraterrestres, y entraba en pánico cuando intentaban tomarle una fotografía. Liberado o escapado del hospicio en 1977, llegó hasta Detroit, donde murió embestido por un ómnibus.
Dos de las poquísimas fotos conocidas de Pontiac.
Hasta ahí la leyenda. Hacia fines de los años ‘80, el nombre de Marvin Pontiac parecía haberse perdido para siempre en el anonimato hasta que el escritor Elmore Leonard lo mencionó en su novela Tishomingo Blues (traducida al castellano como Blues del Mississippi). Allí, un narcotraficante fanático del blues obliga a sus secuaces a escuchar día y noche sus discos de Muddy Waters, Willie Dixon, Sonny Boy Williamson, Elmore James y su blusero favorito, que no es otro que Marvin Pontiac. Las disquisiciones musicales del personaje de Leonard son tan escasamente atractivas como las novelas de su autor, pero ya se sabe cómo son estas cosas: Leonard tuvo su cuarto de hora cuando un par de desorientados lo erigieron en sucesor indiscutido del gran Raymond Chandler y los rockeros que pasan por cultos son especialmente influenciables a las novelas que hablan de música. Aquella mención libresca fue la piedra de toque que desató una verdadera fiebre reivindicativa de las canciones de Pontiac entre los músicos más diversos: “En mis años de formación, no hubo influencia mayor que la que produjeron en mí las canciones de Marvin”, declaró Flea de los Chilli Peppers; “Pontiac es tan inconteniblemente adelantado a su época que sus canciones parecen compuestas ayer nomás”, dijo David Bowie; “Todas las innovaciones posibles en la música están ahí”, dijo Beck; “Una Revelación, con mayúscula”, dijo Leonard Cohen; “Guaaah!”, dijo Iggy Pop; “Mi guardaespaldas no escucha otra cosa”, dijo Michael Stipe de R.E.M.
El sello discográfico Strange & Beautiful Music editó el disco The Legendary Marvin Pontiac’s Greatest Hits y pasó algo similar a lo ocurrido con El salmón de Andrés Calamaro: no lo compró nadie hasta que fue a oferta y ahí se cansaron de vender (y no tuvieron más remedio que dejarlo a ese precio, algo que al viejo Marvin vaya a saberse si le hubiera gustado). El productor del disco era John Lurie y, según la ficha técnica, en los catorce temas del disco tocaron John Medeski, Marc Ribot, Michael Blake, Art Baron, Tony Scherr y Jamie Scott. Lurie se negó a aclarar si los mencionados músicos tuvieron el privilegio de zapar con Pontiac en el jardín de aquella cabaña en Louisiana en los años ‘70 (cuando todos ellos estaban en la primera adolescencia) o incorporaron su colaboración en el estudio que Strange & Beautiful puso a disposición de Lurie en Nueva York en el año 2000, cuando el ciego Roger Marris aceptó por fin liberarse de ellas, en la misma cama del hospital de Bellevue donde pasó a mejor vida. Lurie se limitó a declarar: “Es un disco que me ha cambiado para siempre”, con la voz aflautada por el helio que aspiraba de un tubo de dicho gas que tenía a su lado.
La crítica ha dicho que Lurie sólo podía suceder a Queen Of All Ears (el último disco de su banda, los Lounge Lizards) con una maravilla como Pontiac. También se lo comparó con el disco maldito de David Byrne (Music For The Knee Plays), con el primer y el último Tom Waits y hasta con Howlin’ Wolf. Las opiniones no fueron unánimes: hubo quien dijo que Pontiac sonaba tan africano como los discos africanos de Paul Simon y quien se preguntó por qué Lurie intentaba de un día para el otro disimular con helio su voz legendariamente grave y aterciopelada (tan pero tan parecida a la voz del gran Marvin en el disco). Pero ya sabemos: desconfiados y mala onda hubo siempre, y la verdad siempre termina abriéndose paso, o es abducida por extraterrestres, como bien lo demuestra la vida corta y feliz y desdichada y redonda de Marvin Pontiac, nacido Touré.
08 agosto 2007
La vida redonda de Marvin Pontiac
Etiquetas: Marvin Pontiac
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